La primera camelia

Cuando me levanté la vi. Estaba escondida entre las hojas como temerosa de que descubriera su belleza. Estaba mirando a la ría y quizás pensando que había nacido en una mañana sólo para ser hermosa para sí misma. Me acerqué y toqué uno de sus pétalos, todos tan perfectos que rozarlos daba pena por si el tacto de seda se mancillara. Era la primera camelia de mi balcón. La primera de febrero, un mes que no sólo trae frío. La saqué una foto para que mis hijos vieran mi primera camelia, y me puse a escribir; pero la camelia me quitaba, en su silencio, la concentración. Me pedía algo porque para una planta y, para las personas también, crecer es decir adiós. La flor, mañana, no estaría tan espectacularmente hermosa. La camelia, la más perfecta de las flores, me llamaba. A media mañana me preparé para salir. Iba a la Cava, la casa de Rafaela Ibarra, quería visitarla porque la última vez que estuve me dejó la sensación de que tenía que volver. Su sonrisa dulce también me llamaba. Había quedado con la madre Jesusa, la directora de la residencia Nuestra Señora del Rosario, regentada por las religiosas de la Congregación de los Ángeles Custodios. Su compañía me daba paz, y la serenidad es lo que más necesito. Cuando iba a cerrar la puerta de casa, la camelia me llamó o yo, en mi encendida imaginación, oí su voz. “No me dejes”. La cogí con ternura y la corté. La puse en un papel de plata y la metí en el bolso. Se la llevaré a Jesusa, pensé.
Hacía sol y al mirar la camelia cuando iba en el tren sentí alegría de niña pequeña. Me acordé que cuando estudiaba en Pamplona, un novio me envió un centro de camelias blancas. Las camelias y Don Luka, mi profesor de Literatura, son los recuerdos queridos de mi estancia en el Colegio Mayor, Goimendi. Don Luka me puso la beca roja de colegiala mayor. Quizás por el recuerdo de aquellos años felices, tengo en mi terraza tres camelias que se van haciendo grandes. Pienso que a Don Luka le gustarán las camelias.
Cuando entramos en La Cava sentí a mi camelia feliz. Se respiraba la presencia de Rafaela. Por segunda vez, visitaba el caserón donde vivió la santa, por segunda vez, tocaba con mis manos los objetos que ella había tenido, las ropas que había vestidos, los salones con artesonados dorados donde había bailado de adolescente, los cuartos de sus hijos y su cama, donde había muerto rodeada de los que quería.
Jesusa cogió la camelia casi sin rozarla. “Será para Rafaela“–dijo. Se la enseñó al resto de religiosas y todas admiraron la belleza perfecta de la flor. “He pensado – exclamó Benita, otra religiosa de la orden, con una gran sonrisa- que se la pondremos en el altar al Señor. Esta tarde, a las 7, tenemos exposición del Santísimo”. Jesusa me dijo que la pusiera yo allí donde al atardecer iba a estar Él. “Te mandaremos una foto”. Con un nudo en la garganta, he recibido por whatsapp el instante en que mi primera camelia sirvió para adornar la presencia de Dios en el oratorio de la Cava. Ignoro qué le dijo el Creador del Universo a mi flor, pero sé que a mí me había pedido que la llevara, lo que yo ignoraba era que sus pretensiones eran las más altas que una flor puede querer. Estar ella sola en el mantel blanco de hilo en el centro del altar, al lado del mismísimo Dios.
Esta noche me he acordado de André Frosard, el prestigioso periodista y escritor, hijo del primer secretario del Partido Comunista francés. Era un ateo perfecto. En la cabecera de su cama tenía a Karl Marx, en su casa nunca había oído hablar de religión. Y un día, en el barrio latino de Paris, entró por casualidad en una iglesia pequeña porque había quedado con un amigo en la puerta. Hacía frío y se metió en el templo a esperarle. En un pequeño altar se estaba celebrando la bendición del Santísimo Sacramento y Frosard al ver la Custodia sintió que el mundo se paraba y su corazón latía apresuradamente. Una luz mística le envolvió con una presencia del más allá y todo su cuerpo gritó: “Dios existe”. Entró ateo y salió convertido en católico. “Fue un momento de estupor que dura todavía- contaba. Nunca me he acostumbrado a la existencia de Dios, pero Dios existe, yo me lo encontré”.
Misteriosamente, la mente va donde quiere, me ha venido a mi memoria, Don Luka. Su sonrisa reposada, sus palabras sabias y sus ojos brillando porque él también, había llegado a Pamplona por un milagro. Don Luka fue un misterioso superviviente de un campo de concentración. Antes de dormirme le he mandado con el pensamiento mi segunda camelia que mañana se abrirá.
Carmen Torres Ripa

La escritora y periodista Carmen Torres Ripa, autora de varias novelas y protagonista de una larga carrera como entrevistadora y reportera, fue alumna de don Luka en la cuarta promoción de Periodismo de la Universidad de Navarra que terminó sus estudios en el año 65. Actualmente está escribiendo una biografía de Rafaela Ibarra.