
Dicen las normas de cortesía que, en su primera entrada, el autor de un blog debe presentarse a sus lectores. Soy Olga, la hija mediana de Luka Brajnović. Tengo dos hermanos por encima y dos por debajo. Estoy justo en medio. Intenté seguir a mi padre en la vocación periodística. Espero que los de la promoción del 81 y mis compañeros de Diario de Navarra no me hayáis olvidado. No me reconoceréis, pero soy la de la foto. Estoy con mi padre, vuestro don Luka, junto a la Plaza del Castillo de Pamplona, hacia 1962.
Cuando era pequeña, en el colegio, las niñas de mi clase presumían de las hazañas de sus padres. Yo también quería. Pero, que yo supiera, el mío no destacaba en ningún deporte, no iba al monte o a cazar y ni siquiera conducía su propio coche sino que iba a todas partes en villavesa. Yo solo le veía trabajar en su despacho escribiendo a máquina después de escuchar la radio en extraños idiomas, cuando no estaba en la Universidad. Los días de fiesta los pasaba con nosotros dando paseos, Carlos III arriba, Carlos III abajo, o llevándonos con mi madre al parque de la Media Luna. Nada espectacular.
Yo sabía que mi familia venia de Croacia y que a mis padres algo les había pasado allí durante la guerra, así que presumía de que mi padre era muy valiente porque había sido prisionero se había logrado fugar, como en las películas. Adornaba una historia que no conocía echándole imaginación y luego me sentía culpable por lo que creía que eran exageraciones mías para salir del aprieto.
Más tarde, cuando tenía unos trece años y hacía tiempo que había dejado de hacer aquello, me colé en una reunión que mantuvo mi padre con estudiantes universitarios que le habían pedido que contara su vida. A él no le hizo ninguna gracia verme ahí. Pero yo quería saber qué había pasado en realidad y me quedé. Cuando oí lo que mi padre estaba contando, me di cuenta de que todas mis fantasías infantiles no habían llegado ni a la suela del zapato de la estatura de la verdadera historia.
En un momento determinado, cuando él estaba contando cómo llegó a cavarse su propia fosa y estuvieron a punto de fusilarle, yo, que estaba a su lado, no pude más y pegué un respingo. Él se volvió, sonriéndome y envolviéndome con su amable mirada azul y me dijo: «pero no te asustes hija mía, que aún estoy vivo». En un segundo deshizo la tensión del momento.
«Aún estoy vivo». Sí. Me lo dice todos los días. Han pasado quince años desde que se fue, y me lo sigue diciendo todos los días. Mirándome desde una foto, hablándome desde un papel con su apretada letra, susurrándome al oído qué haría él cuando estoy perpleja y le pido ayuda, cantándome desde las notas de una vieja melodía…
Aunque no puedo verle y echo de menos enormemente su sonrisa y su mirada, me parece que está mas vivo que nunca. Ahora ya no hay distancias que nos separen. Siempre está a mi lado.
No lo conocí personalmente, pero reconozco la esencia de su persona en las vivencias que son relatadas a través del legado que ha dejado con sus hijos/as. La esencia maravillosa de don Luka es inspiradora y capaz de inspirar estas bellas palabras de través de una de sus hijas.
Gracias por escribir sobre él y acercarnos a él aunque no podamos hacerlo físicamente.
Gracias a ti, Alex. Comentarios como el tuyo, de una persona que no le conoció, me impresionan y reconfortan y también lo hacen a mi madre que, a sus 95 años, sigue de cerca esta iniciativa.
Lo conocí un poco como tú cuentas, Olga. Lo veía como un hombre sencillo y solitario, pero siempre atento y observador. Caminaba solo por las calles que rodeaban el colegio y a mí me llamaban la atención sus profundos ajos azules y su ensimismamiento. Después, no tuve el privilegio de tenerlo de profesor en la Universidad. Un abrazo para ti y a Lierka.
Marta! ¡Qué alegría saber de ti! Imborrables recuerdos de la infancia en torno a esas calles de Pamplona. Si, su mirada tenía algo especial que dejó grabado en muchas personas