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De todos es sabido que mi padre escribió durante más de 28 años una columna diaria en Diario de Navarra sobre política internacional titulada «Boletín del Extranjero». Empezó en 1963. El año del asesinato de John F. Kennedy. Yo apenas tenía cuatro años.

El caso es que desde que tengo memoria, le recuerdo en su despacho, por las tardes, escuchando noticias de emisoras internacionales y tecleando después en su Olivetti. Eran tiempos en los que en España, la información internacional llegaba por lo general filtrada por la agencia Efe y él introducía aires nuevos con sus fuentes radiofónicas del exterior y su especial conocimiento de la situación política de los países que estaban tras la cortina de acero. Con sus artículos explicó a los lectores casi todo lo que sucedió en el mundo desde el apogeo de la Guerra Fría hasta el inicio del desmoronamiento del bloque comunista. Pedro Lozano Bartolozzi escribió un certero análisis sobre los artículos de mi padre en el libro «Estudios en Honor de Luka Brajnovic» editado con motivo de su jubilación del claustro académico de la Universidad de Navarra. Allí dice, y cito, que «en sus textos ha procurado exponer los acontecimientos, desvelar sus claves, analizar sus porqués, comentar y prever, reto ineludible de todo buen comentarista.» Para muchos navarros el Boletín del Extranjero fue durante años una «ventana abierta al mundo», como me dijo una vez una colega mía.

Volvamos a aquellos primeros años. Eran tiempos en los que no había internet, ni móviles, y se escribía a máquina en folios que luego había que llevar a la redacción de Diario de Navarra para que el texto fuera compuesto en el taller y de ahí pasara a la rotativa.

Todos los días venía a casa un mensajero del periódico en una furgoneta a recoger el artículo sobre las ocho o las nueve de la noche. Se llamaba Sandalio. Mi padre se apresuraba para terminar a tiempo.

Artículo en croata dice «chlanak», y nosotros, en esa mezcla de croata y español en la que a veces nos entendíamos, habíamos apodado a Sandalio cariñosamente como «el chlanakero». Así que cuando oíamos su furgoneta avanzar por la calle Sangüesa hacia nuestra casa y escuchábamos el rápido teclear de mi padre, que aún no había terminado de escribir, íbamos corriendo a su despacho gritando «¡papá, papá, que viene el chlanakero!».

Nosotros íbamos corriendo a abrirle la puerta a Sandalio, al que teníamos mucha simpatía. Él esperaba con nosotros a que saliera mi padre con sus dos folios preparados y la propina. Y así llegaba todos los días el artículo a su destino.

Muchos años después, yo tuve que trabajar con la tensión de una hora de cierre y sé lo irritante que es cualquier distracción en esos momentos. Aprendí entonces a admirar más a mi padre que siempre tuvo su puerta abierta para nosotros, cuatro pequeños armando jaleo por la casa, que íbamos a anunciarle con alborozo la llegada del «chlanakero».

Una vez que me pidieron que definiera a mi padre, lo hice diciendo que para mi fue una puerta abierta. Siempre dispuesto a dejar lo que estuviera haciendo para escucharme, como si no hubiera nada más importante en el mundo. Sabía escuchar, ¡vaya que si sabía!  Y luego con pocas palabras, un punto de vista, un consejo certero, daba en el clavo. Algo para no olvidar.

 

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