
Mi padre llenó de alegría mis días. Podría contar mil manifestaciones: desde su costumbre de levantarnos con música los días de fiesta cuando éramos niños y nos aguardaba al despertar alguna sorpresa, pasando por la manera que tenía de quitar hierro a las situaciones difíciles con una frase de las suyas que desarmaba a cualquiera, hasta las estupendas tertulias en las que cantábamos todos juntos a voces canciones populares y nos reíamos con sus ocurrencias. No hemos vuelto a cantar así desde que se fue. Lo hemos intentado, pero no es lo mismo. Él era el motor de toda aquella alegría.
Pero si me pusiera a contar anécdotas no acabaría nunca. En realidad, ahora, con la perspectiva de los años lo que me pregunto es: ¿cómo lo hacía?
Había tenido una vida llena de dolor y sufrimiento. Y sin embargo yo no atisbé en él nunca la sombra de la amargura sino la luz de una inmensa paz.
A mí me parecía lo más natural del mundo. Mi padre era así: pacífico, sencillo, bienhumorado y alegre.
Con el tiempo descubrí que todo eso no era tan fácil. Era fruto de una titánica lucha interior que libró desde su juventud y en la que venció la esperanza y el perdón.
Nunca le agradeceré lo suficiente la alegría que me regaló con su vida.
Olga Brajnović Tijan