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Nací junto a un faro, el faro de la Galea más exactamente, rodeado del mar Cantábrico y envuelto en la niebla de los horizontes cercanos. Su luz nos abría caminos en la oscuridad más penetrante del cielo, nos descubría el vuelo de los pájaros de la noche y constituía el antídoto más seguro frente a los temblorosos misterios de la niñez.

Cuando crecí y se apagaron tantas luces, descubrí que en la vida existen personas, no muchas por desgracia, que son como faros, es decir, nos van iluminando los difíciles recorridos de la existencia. Sin duda para mí y para gran número de amigos, uno de esos personajes iluminadores ha sido don Luka.

Mi encuentro con esa luz que despedía humanidad tuvo lugar cuando puse un pie por primera vez en aquel inolvidable edificio de Pamplona que es la Cámara de Comptos Reales, allí donde San Fermín escucha complacido, entre los cercanos mugidos de los toros, los cantos de los corredores pidiendo su protección. El edificio central de la Universidad de Navarra estaba empezando a construirse y los estudiantes de Periodismo teníamos allí las clases respirando belleza y atmósfera medieval.

Mi situación resultaba un tanto peculiar porque debido a los saltos de las reformas educativas tenía unos años menos que mis compañeros, lo cual constituía una broma permanente por parte de los profesores asegurando que cuando llegué a estudiar llevaba tirabuzones. El caso es que allí me encontré sin conocer a nadie y desprendida de aquella naturaleza que me envolvía como una segunda piel, hasta que de pronto me asignaron un tutor. Me quedé bastante sorprendida porque no tenía ni idea de cuales podían ser sus atribuciones. ¿Una especie de inspector de conocimientos? ¿Algo así como un padre universitario? ¿Un controlador educativo? ¡Pues no! ¡No era nada de todo eso! Resulta que tenía delante de mí ¡nada menos que a un faro! Bastaba asomarse a la claridad de sus ojos azules para comprenderlo. Don Luka era mi faro personal, la luz que empezaba a sugerir la trayectoria de mi vida.

Recuerdo que se dirigía a mí desde su profunda formación intelectual y con su delicadeza eslava me llamaba siempre “Señorita Echeverría”, lo cual me hacía volver la cabeza para ver si estaba manteniendo una conversación con otra persona más respetable que yo misma, que no me tenía ningún respeto. ¡Pero no! ¡Era mi propio faro el que me envolvía en sus propios destellos!

Todos sabíamos que mi faro era un gran periodista en su país, un gran escritor, un gran poeta, un hombre coherente hasta el final con sus propias convicciones políticas, preso en el horror comunista y al que habían obligado a cavar su propia tumba en terribles simulacros de fusilamiento. Todos sabíamos que mi faro tenía el corazón lleno de agujeros, pero su voz resonaba segura en las pequeñas galernas de nuestra pequeña vida cuando pronunciaba la frase mágica: “Señorita Echeverría”.

Como mi faro se dejaba traicionar sin mayores problemas, una vez le traicioné. Es decir, cometí una gran traición. Copié en un examen suyo directamente de las hojas color rosa de los apuntes con la mala fortuna de que alguien abrió la ventana y mis hojas comenzaron a revolotear por el aire como si fueran gaviotas. Yo casi me caí al suelo del shock traumático que sufrí, mientras en el ambiente se mascaba la tragedia. En efecto, don Luka se levantó de su mesa y se acercó lentamente hacia la mía mientras yo pensaba en mi faro. Luz que agoniza. Entonces entre temblores escuché su voz. “Señorita Echeverría no está bien copiar pero eso no me molesta ¡Lo que me molesta es que lo haga con hojas de color rosa!”. Una carcajada general zanjó el asunto y don Luka demostró una vez más ser el mejor faro del mundo.

Además no es fácil encontrar faros que sonrían pero don Luka sonreía siempre. En cierta ocasión realizamos un viaje de estudios con profesores y estudiantes de periodismo a Estrasburgo, un recorrido para visitar periódicos e instituciones internacionales. Todo iba bien hasta que yo perdí el pasaporte. Lo normal es que me estrangularan en ese mismo instante o es lo que yo hubiera realizado sobre la marcha. Pero no, mi faro nos deslumbró con una sonrisa nueva que no conocíamos y aseguró que eso le pasaba a cualquiera. Aguantó el peso de la burocracia y mientras los demás se marchaban tuvimos que quedarnos allí hasta que nos llegaron los papeles y realizar después mil recorridos hasta encontrarnos todos sin tener un solo móvil en el que derramar nuestras lágrimas.

La vida pasa muy deprisa. El faro de la Galea ya no alumbra más y permanece en su sitio como un hermoso recuerdo de cristal. Tenemos trasatlánticos que cruzan el superpuerto, aviones que recorren constantemente el cielo, estrellas que marcan sus propios rumbos. Pero mi faro lo llevo dentro. La última vez que nos vimos fue en el bar Faustino. Él se encontraba ya muy enfermo y yo volvía a Madrid. “Ya no nos veremos más aquí “ y señaló el cielo con la cabeza. Ahora su luz recorre el firmamento de todos sus alumnos y de todos sus amigos derramando la claridad de su recuerdo en cada uno de nuestros distintos caminos.

Rosa María Echeverría

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