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Retomo el relato de la historia de mis padres, esta vez con los recuerdos de mi madre, Ana Tijan, que se había quedado sola  en Zagreb durante la peligrosa posguerra yugoslava.

Mientras Luka Brajnović planeaba cómo volver a Croacia desde los campos de refugiados de Italia por los que iba pasando en la primavera de 1945, una vez finalizada la Segunda Guerra Mundial, su esposa Ana vivía en Zagreb entre la soledad, el miedo y la pobreza, cuidando de su pequeña Elica, de pocos meses de edad. La instauración del Régimen Titoísta fue dura. Y Ana tuvo que ingeniárselas para sobrevivir en medio del caos inicial.

Sus padres le habían advertido de que en Senj, su ciudad natal, habían ido a buscarla para fusilarla. Pero le buscaban por su nombre de soltera. Gracias a que había cambiado su apellido y su ciudad de residencia al casarse, no le localizaron en esos primeros momentos y salvó la vida. Pero no pudo ir a casa de sus padres.

A partir de ese momento viví escondida. No podía confiar en nadie. Muchos que antes habían sido grandes amigos, se convirtieron en soplones de la policía y enemigos. Me quedé sola, sin medios económicos, en un constante peligro, sin saber qué había pasado con mi marido y mis hermanos.

Tenía unos buenos vecinos, Yagoda y Ante Basic, que no tenían hijos y le ayudaban a cuidar de la pequeña Elica cuando ella tenía que ausentarse.

Entre tantos problemas aún surgió otro: el cambio de moneda. El poco dinero del que disponía ya no tenía valor alguno y el nuevo solo se podía conseguir trabajando, pero yo no tenía derecho a una empleo. Solución: vender cosas de la casa, como hicieron tantas otras familias en la posguerra. Las señoras llevaban al mercado sábanas, manteles, joyas, vestidos y todo tipo de pertenencias para cambiarlas por comida. Este sistema no duró mucho, simplemente porque yo no tenía mucho que vender. La mitad de mi dote se había quedado en Senj y la otra mitad la vendí.

A pesar de todo, Ana iba encontrando medios para seguir viviendo:

Le llegó entonces el turno, a la Providencia. Cuando ya no tenía absolutamente nada, ni leche, ni azúcar – tan necesarios para la alimentación del bebé siempre encontraba delante de la puerta algo que alguien me dejaba anónimamente. Incluso había veces que encontraba algo de dinero. Aunque como he dicho, abundaban los traidores, también había almas caritativas que compartían lo poco que tenían con los que lo necesitaban. No dejaban su nombre o tarjeta para no ser identificados Con el tiempo, descubrí entre esos bienhechores a una familia numerosa. Cuando quise agradecerles su ayuda la respuesta fue: nosotros también recibíamos y lo justo era compartir. Además de estas ayudas, me apunté en la lista de Cártitas, de modo que, de allí también recibía alguna ayuda.

Para ayudarle a sostenerse le ofrecieron administrar la casa de un sacerdote en una parroquia cerca de Zagreb, pero no aceptó. No quería salir de la ciudad.

en Zagreb existía mayor posibilidad de averiguar algo sobre los míos, esperar noticias y no moverme de casa. Además, estaba dispuesta a luchar sola y no en compañía de un hombre, aunque éste fuese sacerdote.

El tiempo le dio la razón

La decisión de quedarme en casa fue acertada porque allí efectivamente, recibí la primera noticia. Un día encontré un papelito debajo de la puerta. Alguien me comunicaba que los míos; mi marido y mis hermanos, habían conseguido cruzar la frontera, que se habían entregado a los ingleses y que se encontraban en Italia en un campo de refugiados. Fue una gran noticia. Traía alivio y agradecimiento a Dios. Alivio, pero también preocupación por los que se quedaron: mis padres y mi hermano Yarko, el único que se quedó. Yarko había sido encarcelado y condenado a 15 años de prisión. Preocupación también por la familia de mi marido, a la que aún no conocía, en Kotor.

Las nuevas autoridades anunciaban represalias para las familias de los exiliados. Ana afrontaba la realidad desde la fe en Dios, pero eso no cambiaba la dureza de lo que estaba viviendo

Ahora me doy cuenta de que el Señor quiso llevarnos por el camino de un absoluto abandono a su voluntad. Ya no se trataba de pedir cosas, solo fuerzas. Vivir la realidad.

Mi realidad era una tremenda soledad y pobreza, en un mundo cruel y en un régimen despiadado. La victoria había llevado a muchos combatientes de Tito a la locura. Se convirtieron en un verdadero peligro para los ciudadanos y para el propio régimen. Todavía armados, se abalanzaban sin piedad sobre el imaginario enemigo. Disparaban  en plena calle, en trenes, tranvías o autobuses. Los manicomios se fueron llenando de estos pobres hombres que habían acabado perdiendo el juicio durante los largos años de lucha en los montes. Este tipo de locura la denominábamos “partizanska bolest” (la enfermedad partisana). Otros se dedicaban a eliminar a la gente por pura venganza o por cumplir el plan oficial de limpieza ideológica y anti religiosa. Muchos de nuestros conocidos simplemente desaparecieron por este método. No es de extrañar que pensara que, un día u otro a mí me podía ocurrir lo mismo.

En un momento de profunda reflexión le pedí al Señor tres cosas, en el caso de quedar con vida. En primer lugar, que me ayudase a mantener siempre viva mi fe, que nunca me perdiese bajo las amenazas y las presiones a las que podía llegar a ser expuesta. En segundo lugar, que me ayudase a ser fiel a Él y a mi marido, de modo que si algún día nos llegáramos a reencontrar que el encuentro fuese limpio, sin remordimiento alguno que pudiese ensombrecer ese momento – y si no lo lográbamos en la tierra que fuese en el cielo. Y en tercer lugar, que supiese y pudiese educar a mi hija en la misma fe que pedía para mí. Esas peticiones no las repetía todos los días, pero para Dios bastaba que hubieran sido formuladas una sola vez y de todo corazón. Él, que ve en lo mas profundo del alma, me ayudó en esos tres deseos.

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