18 de octubre. San Lucas. El santo de mi padre. Se agolpan en mi cabeza los recuerdos y las imágenes del pasado. Días felices para mi, que me sentía segura entre sus brazos. Tiempo de alegría y canciones. Yo crecí en un hogar de inmigrantes. No tenía más familia que mis padres y hermanos. casi todos mis tíos y primos estaban en la entonces Yugoslavia, prohibida para nosotros.
Cuando yo tenía unos cinco o seis años, mi abuela logró que le permitieran viajar a Roma. Mi padre fue a buscarla y se la trajo a Pamplona. No la veía desde 1941, cuando él tuvo que huir de su Kotor natal porque le habían apresado los fascistas italianos y se había fugado. Habían pasado más de 24 años.
Nosotros, los pequeños de la casa, no nos dábamos cuenta de la hondura de las emociones por las que estaba pasando mi padre. Sólo sabíamos que íbamos a tener abuelita por quince días y luego no la íbamos a ver más. Así que, en cuanto nos levantábamos, hacíamos guardia a la puerta del cuarto en el que dormía, para entrar cuando abriera la puerta y pasar el día sentados a sus pies, escuchándola y viendo lo que hacía. Era dulce, silenciosa y amable y tenía los ojos azules y la mirada profunda, como mi padre.
Pasado su corto plazo con nosotros, se volvió a Kotor y a los pocos meses falleció. Por supuesto, mi padre no pudo ir al funeral. Celebramos uno en el Edificio Central de la Universidad. recuerdo que mi madre nos vistió con unos abriguitos blancos. Yo le pregunté si no deberíamos ir de negro y ella me dijo que los niños podían hacer el luto de blanco. Y así, vestida de blanco, rodeada de gente mayor de oscuro, a la que miraba desde abajo un tanto asustada, lloré a mi abuelita, de la que solo pude disfrutar aquellos deliciosos quince días.
Olga Brajnović
Mi padre escribió sobre esos acontecimientos un poema publicado en su libro Retorno que reproduzco a continuacićon:
Último Encuentro
Llegó con las mismas palabras que me decía
cuando – siendo niño – me acostaba rezando,
pero ya era una trébedes hundida en la ceniza
y quemada de brasas
Vino, anciana, a su última cita conmigo
arrasada por los dolores y lutos
con el brillo apagado en los ojos casi ciegos
que antes derramaban sus miradas azules
por todos nuestros caminos
Ni siquiera me trajo el polvo
de sus largos peregrinajes de tumba a tumba
pero tampoco lloró. No pudo llorar
de tanto sufrir y verse humillada
Y cuando le conté mis penas y mis sueños,
me habló del cielo y del dolor-alegría
y me mirño sorprendida.
Puso su mano en mi mejilla y dijo:
«Hazte árbol, pero no su sombra.
Es ilusorio crear poéticamente la noche
yel cielo,
cuando la sangre pierde la luz».
Iba por la casa de puntillas
para no molestar a nadie
y de vez en cuando miraba
el calendario que se iba gastando
trayendo su nueva y definitiva despedida.
Y cuando me besó en el aeropuerto
dijo serena: «La muerte no es sólo un ataud
con un esqueleto dentro.
Mi muerte es todo lo que me queda de la vida.
¡Ay de los que se sienten dichosos con almas ajenas!».
***
La gran ventana encerraba la ciudad
a mi vuelta.
Las dianas espantaban los gorriones
que bullían en las ramas de la Plaza de la Cruz.
Ante mi las estanterías con los libros
que tocaban, días anteriores, sus dedos ancianos.
Pero ella no estaba ni ahí
ni en ninguna parte de la tierra.
Volvió a nuestra casa paterna totalmente vacía
y murió nueve meses mas tarde.
el encuentro conmigo
fue como la concepción de la muerte.
Ahora mirando desde la Media Luna
cómo las sombras verdes pisan las aguas del Arga
me acuerdo de nuestros paseos lentos
y de su reproche sonriente:
«Ninguna madre necesita nombre,
porque todas pueden llamarse
María»
Luka Brajnović