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He hecho un breve viaje a Kotor, la ciudad natal de mi padre, Luka Brajnović, al fondo de la bahía del mismo nombre, actualmente en la República de Montenegro y he decidido dedicar la entrada de esta semana en el blog a compartir alguna de las imágenes que se me han quedado grabadas en la retina y en el corazón.

El lugar, de una espectacular belleza, ha cambiado mucho en cuanto al ambiente desde que mi padre vivió en él. Entonces era una ciudad tranquila. Ahora es un centro turístico en el que atracan casi todos los días cruceros y miles de personas venidas de todo el mundo vienen a pasar el verano atraídos por la hermosa naturaleza y los monumentos históricos. Kotor es una ciudad fortificada construida al pie de una montaña que cae en picado desde una considerable altura hasta el nivel del mar. Sus murallas, que se conservan íntegras, trepan por el brutal desnivel  siguiendo un sorprendente diseño que forma un arco elevado detrás de la población. Dentro de las murallas está la ciudad antigua. Hay diminutas iglesias románicas, una catedral también románica, callecitas empedradas con losas rojas y blancas y mucha historia detrás de cada piedra.

Ahora cada plaza, cada palacete, cada callejuela donde antaño corría el pequeño Luka, en lugar de la quietud de aquellos años, se presentan llenos de otro tipo de vida. Tiendas, restaurantes bares y terrazas siempre llenos, con música en vivo para amenizar a los viandantes.

Pero lo que no ha cambiado es esa luz especial, dorada, que viene de la bahía y se queda colgando del pico de la montaña, mientras abajo, en las calles, cae despacio la tarde.

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