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Entre los recuerdos de mi infancia figura una escena que se repetía cada año: El piso en el que vivíamos en la calle Sangüesa, de Pamplona, dando a la Plaza de la Cruz, lleno de estudiantes, de pie o sentados por el suelo, porque no había sillas suficientes para todos. Las ventanas del cuarto de estar que hacía chaflán, abiertas para que entrara el aire y el ambiente animado y alegre. Eran los alumnos de mi padre. Don Luka les había invitado a cenar a casa.

Mi madre se encontraba con el reto de alimentar a varias decenas de jóvenes hambrientos, y generalmente se enteraba de su llegada con muy poca antelación, pero no perdía la sonrisa en el intento. La recuerdo en la cocina preparando un plato frío de puré de patata relleno de pescado. Cuando tenía un gran rollo formado, llamaba a mi padre, que lo modelaba y lo convertía en un enorme pez que luego mi madre decoraba con mayonesa y verduritas. Quedaba de lo más lucido. Era uno de los platos estrella. Otra de las especialidades era un canapé que ella llamaba pan mosaico, riquísimo. Había muchos más platos que ahora no puedo recordar tan claramente.

Nosotros, pequeños, mirábamos todo lo que ocurría con curiosidad. Mi madre nos daba de comer antes de que llegaran los estudiantes y cuando venían, le ayudábamos llevando las bandejas de una habitación a otra.

Recuerdo una vez que tenían que venir los alumnos del Programa de Graduados Latino Americanos (PGLA). A la hora prevista llegó solo uno: el que luego fue magnífico columnista de El País y escritor Pedro Sorela, recientemente fallecido.  Él siempre fue atento y cumplidor y se sintió responsable del grupo. Había comida preparada para 20 o 30 personas. Pero no llegaba nadie. Pedro estaba apurado por el esfuerzo que había hecho mi madre y la ausencia de sus compañeros y comenzó a dar buena cuenta de la cena, a pesar de lo delgado que estaba, porque le parecía mal que mi madre hubiera hecho todo aquél festín para nada. Nosotros le mirábamos divertidos y aprovechamos para comernos con él la cena.

Mis padres le insistían en que no importaba que estuviera él solo y le acogieron como a un hijo. Pasamos un rato estupendo con Pedro, de conversación siempre interesante, aunque él estaba incómodo por la ausencia de sus compañeros. Al cabo de un tiempo, llegó el grupo al completo. Nos explicaron que habían quedado en venir todos juntos y se habían estado esperando unos a otros por lo que les había llevado tiempo reunirse. Pero se quedaron con poca comida. No se si se dieron cuenta, porque mi madre era especialista en hacer «magia» en la cocina y conseguir que sus invitados se fueran siempre contentos.

Mi padre trabajaba mucho. daba varias asignaturas en Periodismo y Filosofía y Letras y todos los días escribía el «Boletín del extranjero» para el Diario de Navarra, para lo que debía documentarse bien. Un día después de una de esas cenas en casa con alumnos de periodismo, los estudiantes le invitaron al cine. Se estrenaba «El Padrino» y la proyectaban en el cine Mikael que estaba justo enfrente de nuestra casa, al otro lado de la Plaza de la Cruz. Se fue con ellos y al día siguiente le preguntamos si le había gustado la película.

No lo se – nos dijo – en cuanto apagaron las luces me quedé dormido.

A pesar de todo el trabajo que tenía en casa: preparar las clases, documentarse, escribir el artículo para el Diario de Navarra, siempre tenía la puerta de su cuarto de trabajo abierta. Nosotros, sus hijos pequeños, sabíamos que estaba ocupado y no se le debía molestar, pero también sabíamos que podíamos entrar cuando quisiéramos. Siempre estaba disponible.

Su despacho de la Universidad era otra puerta abierta. Los estudiantes sabían donde podían encontrarle y él estaba siempre dispuesto a escucharles y ayudarles en lo que pudiera.

Recuerdo que también venían a casa personas que no eran alumnos ni gente relacionada con la Universidad, pero acudían a él a contarle sus problemas y le tenían horas dedicado a escuchar sus desahogos. Les recibía con toda la paciencia del mundo. Mi madre le decía que debía limitar esas visitas porque le quitaban mucho tiempo, pero él nunca les cerró la puerta.

En la fotografía, una vista de la Plaza de la Cruz de Pamplona, donde está la casa de Sangüesa 16

 

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