Mientras buscaba alojamiento y trabajo en Roma en agosto de 1945, Luka Brajnović pasó tanta hambre que se sintió muy cercano a la muerte.
Encontrar un techo bajo el que cobijarse en la Ciudad Eterna era una misión casi imposible y más para un extranjero indocumentado.
“¡Pobre Italia!”, le contestaban cuando él y sus amigos que le acompañaban apelaban a los sentimientos de los posibles caseros para pedirles un precio razonable. En efecto, el país estaba atestado de refugiados, destrozado por la guerra, empobrecido, lleno de parados. Como para sostener a los de fuera que buscaban amparo a sus puertas.
Por fin, el 4 de septiembre, pudo escribir:
“He encontrado piso. Una habitación muy elegante en Via Ottaviano 73. Y, he aquí la ironía, hambriento y desgraciado, me siento entre sofás e intento esconder mi pobreza.
Ya tenía vivienda. Lo que no tenía era trabajo ni dinero para comprar comida. Todos los días salía a buscar empleo procurando evitar los controles policiales para que no le pidieran unos papeles que no tenía.Pero el hambre er tan intensa que se sentía morir.
“Estoy enfermo, – escribe el 6 de septiembre. – Me duele el pulmón izquierdo y siento un mal, hasta ahora desconocido, que hace más fuerte el sudor enfermizo, el cansancio, el dolor en los huesos. En la boca noto una rara sensación y siento una extraña indiferencia y desgana. Me parece como si me abandonara la voluntad. Todo se me nubla ante los ojos (quizá por el hambre), pero yo siento que esto es una enfermedad que me gasta y me apaga.
Finalmente ha llegado. Estoy resignado, como un pordiosero sin objetivo al que ya le da igual si alguien le va a ofrecer algo o si le van a dar con la puerta en las narices o si acabará muriendo en una cuneta.
Luka sufría esos días porque hacía tiempo que Ana no daba señales de vida. En su última carta le había dicho que ya no iba a poder escribirle tan frecuentemente como hasta entonces y eso le tenía muy preocupado.
Solo hay algo que no me deja: el amor hacia mi única y a nuestra pequeña. Y en la agonía seré consciente de esa felicidad, esa aflicción y ese sufrimiento. Y ella calla. No da señales de vida y nadie escribe de ella ni una palabra.
A pesar de su estado, todos los días se aventura por la ciudad en busca de un empleo.
Me arrastro por las calles porque tengo que salir. Me arrastro como un espectro, feo, flaco, extenuado… La gente me mira y cualquiera sabe que piensa. Quizá no sea toda la gente… Seguramente no lo son.
Si señores – les digo en el pensamiento – ¿qué saben ustedes del hombre que es su hermano, que es consciente de su dignidad dada por Dios, que es honrado porque no le atan las formas ni las ideas vagabundas ni los comerciantes de almas?. Díganme, ¿qué saben ustedes del hombre? y ¿han procurado encontrarlo alguna vez en ustedes mismos o en los demás?.
Ellos callan, pasan y no se vuelven hacia mi. Y yo ni les miro, y no se si se rien o se extrañan.
Y paso como en agonía.
El pecho me palpita con fuerza. Siento como ante mis ojos desaparecen los edificios y las calles. Las losas suben y bajan como quieren. El tráfico gira de cualquier manera y yo lo apercibo cuando ya ha pasado el peligro y cuando compruebo que todavía estoy en pie. Camino y los viandantes me parecen mutilados y repugnantes. Van y no tienen pies, y de sus caras sólo veo los ojos borrosos como cristales grasientos y las bocas torcidas. De lo demás no veo nada. Ni siquiera tienen frente.
Un poco más…, sólo un poco más. Eso es…, hasta esa esquina… y me derrumbaré y ya no me levantaré. Y nadie me ayudará. Así será mejor, porque me quedarán unos silenciosos minutos para pensar en ti y en el fruto de nuestro amor, para que llore por ti mientras entro ante el juicio del Señor. Aún unos pocos pasos más, solo dos… uno…
Mañana es uno de tantos primeros sábados dedicados a la Virgen de Fátima, quizá el último…
Ana, dolorida amada mía, ¿de verdad no puedes venir para que me cierres los párpados y llores sobre mi? ¡Oh ven! todavía queda un día, quizá ni tanto. ¡Cómo te quiero!: Sin medida, única felicidad mía. Estoy abandonado y desgraciado, sin felicidad, sin juventud, sin consuelo, sin nada porque estoy sin ti. Ven, alma mía, porque ¿qué clase de vida es esta sin alma?”.
Luka logró superar la crisis de aquél día al conseguir algo de comida. Continuaba saliendo cada jornada en su búsqueda de un trabajo que legalizara su situación en Roma y rezaba mucho.
Cuatro días más tarde, su intermediario Leo Kosuta se iba de viaje a Trieste y Luka se lamenta de que no podía enviarle a Ana con él nada, especialmente no podía mandarle dinero para pagarle un viaje a Italia y hacer posible el reencuentro.
“No tengo nada. Y amigos generosos para mí no existen como nunca han existido. Hoy mismo no tengo en el bolsillo ni una lira y no se ni yo mismo qué voy a comer mañana ni siquiera si voy a comer en absoluto. El hambre se ha convertido en mi inseparable amiga y me parece que ha llegado en el momento preciso en el momento de mi partida hacia el lugar del que no hay camino de regreso. Y en lugar del material que podría hacer posible nuestra felicidad – porque con dinero se puede conseguir todo – yo, desgraciado, te he enviado unos poemas y un par de citas de estos cuadernos. Tu seguro que sentirás en cada línea un lamento por la felicidad perdida y un grito por tu venida. Sé que lo oirás, pero ¿Cómo salvar las dificultades que sólo se salvan con dinero? Y tu ese dinero no lo tienes.”
Mientras Kosuta estaba de viaje, el 12 de septiembre, Luka decidió pasarse por su casa para ver si había llegado carta de Ana porque ya no podía soportar el silencio de su esposa.
“Antes entré en una pequeña iglesia en la que un día vi que tenían grandes carteles anunciando la devoción de los primeros sábados del Inmaculado Corazón de María y, tras la adoración, en la más íntima oración le pedí a la Bienaventurada Virgen que me concediera la alegría y me diera la gracia de que hoy recibiera alguna letra de mi más amada, de mi querida Ana.”
Luka entró al portal de la casa de su amigo y vió en el buzón un sobre con un sello de Zagreb. Intentó sacarla por la ranura para ver si estaba dirigida a él o a Leo , pero no pudo. Entonces se fue escaleras arriba en busca de la casera que vivía en el quinto piso. La convenció para que le abriera el buzón con las llaves que ella tenía Y comprobó que en el fajo de cartas había una de Ana para él.
“Ya no se ni si saludé a la señora. Salí volando con la carta en la mano para encontrar algún rincón para leerla. Y junto a la Piazza Venezia me senté en un banco de piedra bajo el ‘monumento nacional’ a Enmanuel II y empecé a leer. Pero antes, lleno de agradecimiento y felicidad, recé una decena del Rosario, contemplando ese misterio en el que la Madre de Dios encontró a su Hijo en el templo, donde – a pesar de que era todavía un niño – enseñaba la Verdad. Si. Tuve nervios para hacerlo, pero tengo que decir que en esa oración de agradecimiento estuve completamente concentrado y fui inmensamente leal a la Virgen, que no permite que me derrumbe y que se apaguen todas mis esperanzas.”
“Y entonces empecé a leer su querida, divertida y larga carta, escrita en seis hojas. Cada línea, cada palabra, me llenó de una gran felicidad y paz y a mi me pareció como si ella estuviera ahí a mi lado, que me hablaba y me contaba las cosas y no que me escribía. Eso seguro que lo hubiera sentido también aunque no estuviera tan imbuido por la ilusión de su eterna presencia, porque describe tan bien, tan vivamente y de forma tan divertida los sucesos y las escenas. Yo me levantaba y me sentaba, me reía, y me parecía que mi pecho era demasiado estrecho para tanta felicidad. Y cuando terminé de leerla, la empecé de nuevo, y después otra vez, olvidándome de la pobre comida, de todo lo que había alrededor de mi y de mi mismo. Estaba lleno de felicidad, de esperanza, de orgullo y lleno de agradecimiento hacia el Inmaculado Corazón que hoy me ha alegrado tanto.