fbpx

El día de todos los santos de 1946, Luka escribe en su diario una entrada dedicada a su mujer Ana en la que le habla de los cipreses, unos árboles que siempre le han evocado la muerte. Dice asÍ: 

En los atardeceres de otoño, cuando solo con la fuerza de su cuerpo, envolviéndose sobre sí mismos y combándose, se defienden de los fuertes vientos del sur y cuando amarillea la tarde con el polvo de su polen – es entonces cuando reviven. habitualmente están muertos, pero erguidos; extrañamente oscuros y tristes – y no puede quererlos quien se entusiasma con la risa y las alegrías de la vida.

Crecen por los cementerios y alrededor de viejos monasterios e iglesias aisladas, siempre apartados de las grandes aglomeraciones, porque son tan cercanos a la pobreza y el silencio. Callan e incitan al silencio, escondiendo en la profunda sombra de sus ramajes algo desconocido, algo que surgió en nosotros y que creció con ellos.

Si en algún lugar ha sobrevivido uno – emergiendo solo entre los matorrales y arbustos – entonces nos asalta una sensación de extrañeza, y estamos convencidos de que alguna vez en ese mismo lugar hubo más. O simplemente no lo entendemos. Y cuando están en grupos, entonces sabemos, que debajo de ellos se esconde algún monumento, un cementerio o al menos alguna vieja cruz de madera, quizá ya podrida.  Es como si estuvieran vivos solo para eso, para esconder el dolor de los hombres, o para ser el motivo de un penumbroso pintor romántico, que  en los contrastes de la luz y la sombra revive las lágrimas y los suspiros de su fracasada felicidad y sus insaciables deseos.

Son altos como los anhelos, esbeltos y fuertes, con vigorosas raíces, pero pequeñas, con frecuencia dobladas e inclinadas copas. Como nuestras esperanzas, que se elevan persistentemente por encima de la escena de nuestra felicidad…

Están llenos de historias, porque su oscuridad emergió sobre las huellas de los soleados caminos  y la tierra baldía; sobre la suavidad de la hierba llena de rocío y del reflejo del mar. Y por eso su reino es la noche y no aman el sol, aunque sin él no pueden vivir, puesto que tienen su patria en las soleadas pendientes.

Existen, como existen los absurdos, aunque están llorosos en armonía con los lugares que la gente visita con desazón o con angustia o con apática calma, para superar el recuerdo de sus muertos. Y si por casualidad brotan en la cercanía de las casas, cerca de la vida, la destruyen, porque traen desgraciados destinos… Se han convertido en el símbolo de la muerte. Una pretérita, sentimental y natural muerte y eso que su primera semilla fue arrojada en el lugar donde brotó la primera vida…

Eso son los cipreses.

 

(En la foto la Isla de San Jorge en la Bahía de Kotor con sus cipreses)

 

 

A %d blogueros les gusta esto: