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Luka Brajnović reflexiona sobre su destino de refugiado observando la suerte de un gato abandonado a la puerta de un hospital de caridad de Roma en julio de 1947.

Estaba esperando ante las puertas del hospital de las monjas del Borgo Santo Spirito 21, donde vivía un sacerdote al que tenía que ver, para que me abrieran la puerta. Era mediodía. El calor sofocante aplastaba cualquier atisbo de voluntad y hasta el último pensamiento.

 

Ante la puerta esperaban también otras personas. Estaban sentados pacientemente en el zócalo, contra la pared. Enseguida me di cuenta de que esperaban limosna, en concreto que esperaban, hambrientos y sedientos, las sobras de la comida.

 

Y ahí cerca de la puerta, en el mismo umbral, agonizaba un pequeño gato negro que alguien dejó abandonado en ese lugar porque no tuvo corazón para matarlo: hambriento, abandonado y despreciado…

Cuando se abrieron las puertas, todos nos acercamos. Desde el otro lado se oyó:

 

-Hoy no hay nada para comer.

 

Retrocedió la gente, retrocedió el gatito y yo también retrocedí, aunque no había ido por ese motivo, porque me impresionaron fuertemente esas palabras.

 

La puerta se cerró.

 

La gente se marchó en silencio, no sin antes volverse una vez más hacia la puerta cerrada como si no pudieran creer a sus propios oídos. Quizá hoy esa puerta era su única esperanza. ¡Quién sabe!

 

También el gato esperaba algo ante esas puertas pero no lo tuvo. Quizá éste no es el primer día que está ahí sin comida, sin nada y nadie le mira. Está ahí abandonado porque seguramente en la casa en la que nació no tuvieron el valor de matarlo.

 

¿No es en muchos casos parecido lo que ocurre con la gente?

 

Muchos podrían decir hoy – y yo entre ellos:

 

-No nos han matado, sino que nos han dejado delante de las puertas ajenas para mendigar  solo un poco de libertad pero no hemos encontrado ni un poco de misericordia. Aquí nos han dejado para que no nos maten, pero que muramos abandonados, despreciados y perseguidos por el miedo, ahogados por el terror y las injusticias. No nos han matado sino que nos han dejado para que nos dejemos llevar por las esperanzas que nunca se van a realizar y así desaparezcamos olvidados. Quizá hubiera sido mejor que nos hubieran matado…

 

Entretenido en estos pensamientos, desvié la mirada de la puerta cerrada al pequeño gato negro. Vi que lo podría ayudar. A casa no podía llevarlo porque lo tengo prohibido y comida no podía traerle porque tenía un trabajo inaplazable en la casa ante cuyas puertas me encontraba.

 

Salí de esa casa cuando ya había caído la noche. Todavía estaba el gato en el umbral. Me apresuré a mi piso para coger algún recipiente y comprar al menos un poco de leche en una lechería donde me conocen y estaba seguro de que me darían algo. Pasó media hora hasta que volví, pero ya no estaba el gatito negro delante de la puerta.  Y me sentí muy triste.

 

Quizá en ese tiempo en que fui a por la leche se murió y lo tiraron a la basura.

 

Si. Seguro que fue así. No le mataron, para que pudiera morirse solo, abandonado.

 

¡No nos han matado!

(En la imagen, la calle Borgo Santo Spirito de Roma, muy cerca del Vaticano.)

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