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A mediados de 1947, Luka Brajnović se encontraba trabajando en la Asistencia Pontificia con toda una crisis de refugiados entre manos,  para los que tenía que conseguir papeles y comida cuando no los tenía ni para sí mismo. Y, lo que más le pesaba, llevaba tiempo sin recibir noticias de su mujer y su hija que estaban en Kotor estrechamente vigiladas por la policía secreta yugoslava. Él había intentado traerlas a Roma a través de intermediarios pero el plan había salido mal.

Agobiado y abatido, encontró en su buzón una carta, pero no era de Ana. Era de su tía Olga que vivía con ella en Kotor y traía malas noticias.

Me dice que no hay ninguna esperanza de que mi amada venga aquí y que no intente nada más en esa dirección porque ella podría acabar perjudicada. Si he entendido bien, Ana se encuentra continuamente bajo vigilancia policial y – para que el absurdo sea mayor – estaría más libre si yo me voy de aquí.

Tras lo que había pasado con las visitas de desconocidos a la  casa de Kotor  que habían resultado ser agentes de la policía y la desaparición de varias cartas de Luka, Ana había deducido que Luka estaba en Roma rodeado de espías y lo mejor que podía hacer era abandonar Italia por el bien de los dos. Pero ella no podía escribirle debido al seguimiento al que estaba sometida y por ese motivo fue la tía Olga la encargada de avisar a su sobrino.

Sin pensármelo mucho he decidido irme a Madrid o a Friburgo. Donde antes se me ofrezca la oportunidad. Me iré donde sea, si eso es necesario para la paz de mi amada, aún viendo cómo nuestra vida está cada vez más separada, quizá para siempre. (…) O sea, probablemente nunca más veré a mi mujer y a mi hija; nunca podré conocer lo que es la felicidad familiar y seguiré viviendo en este anormal estado de casado célibe. Como un pordiosero en nochebuena, otearé desde fuera por las ventanas ajenas la inalcanzable vida familiar que para mi ha muerto y sin embargo lo significaba todo.

Dos días más tarde ya estaba hablando con un croata afincado en Friburgo sobre la posibilidad de ir a Suiza, pero allí querían embarcarle en actividades políticas en las que Luka no se quería mezclar, así que fue también al consulado español a pedir un visado que le concedieron el 21 de noviembre y con ese papel en la mano se terminaron las dudas sobre cuál sería su destino: iría a Madrid.

Allí, una institución presidida por el ingeniero y físico nuclear José María Otero de Navascués – La Obra Católica de Asistencia Universitaria (OCAU) – tenía un Colegio Mayor donde se alojaban jóvenes refugiados para poder terminar sus estudios en las universidades madrileñas.

Aunque Luka ya no era estudiante, le habían incluido en varias ocasiones en las listas de los refugiados elegidos para trasladarse allí, pero él lo había rechazado porque no quería abandonar Italia para no alejarse de Ana y de la niña. Pero esta vez aceptó la invitación, que le abría la posibilidad de obtener el visado, ya que tenía dificultades para moverse porque seguía con su documentación de D.P. (Persona Desplazada) y estatus de «Apátrida».

Ahora siento que me será difícil dejar este país -escribe el día de su partida – . No por el país en sí mismo, sino por todas aquellas esperanzas incumplidas y por la continuación de mi camino de destierro que entra en una nueva etapa llena de misterio e incertidumbre. Una vez más me alejo de mi patria y me aparto más de mi mujer y de mi hija.

Se despidió de sus amigos en la estación de autobuses de Roma para partir hacia Génova desde donde tomaría el «Ciudad de Cádiz» rumbo a Barcelona Y así se fue de Roma sin mirar atrás, para iniciar su aventura española con la poca ropa que tenía y sus diarios en una maleta.

Llevaba solo un enorme peso en el pecho. Pensaba más en lo que iba a suceder en adelante que en lo que había dejado tan bruscamente.

 

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