La vi una noche
entre las montañas, la mar y los colores
de otoño.
Se reía en la puerta de un palacete
jugando con las sombras y la luna.
Cantaba desde los recuerdos
escondida en la lejanía de su ser
y su voz llegaba a imitar
los pasos de un vagabundo
nocturno.
Me apresuré para no oírla
y me fui aún más lejos cargado de renuncias
y de despedidas.
Pero se me presentaba cada vez más viva
con la sonrisa de una tentación
que la llevaba sin darse cuenta
como se lleva el polvo en los pies
descalzos
en una romería.
La infancia de los años remotos
es como un jardín abandonado,
cuando los pasos suenan solos,
cuando las tardes se esconden
tras los muros de la soledad
profunda.
Se me presentó hambrienta y sonriente,
pero yo me despedí de ella,
confundiéndola con la noche.