fbpx
 

Luka Brajnović abandonó Roma a finales de 1947 ante la situación insostenible en la que se encontraba, rodeado de espías.

Su propia esposa, Ana Tijan, que había sufrido las consecuencias de la interceptación de cartas de su marido, le había recomendado abandonar la ciudad eterna y marcharse a otro país. Lo más fácil era irse a América, donde ofrecían trabajo a los emigrantes, pero Luka no quería alejarse tanto de Ana y decidió intentarlo en Suiza y en España.

Le salió primero el visado a España y el 2 de diciembre estaba en el puerto de Génova para subir al «Ciudad de Cádiz» que le llevaría a Barcelona, desde donde continuaría viaje a Madrid. Allí había conseguido alojamiento – o al menos eso pensaba – en el colegio mayor Santiago Apóstol, de la Obra Católica de Asistencia Universitaria (OCAU), que acogía a estudiantes exiliados que huían de los países comunistas y les daban la oportunidad de terminar sus estudios en la capital española.

Se embarcó en esa aventura con su amigo Karlo Mirth, periodista como él. Luka iba a estudiar Filosofía en Madrid.

Iba con el corazón encogido, porque el traslado suponía poner más distancia entre él a Ana y porque de nuevo iba a empezar de cero en un nuevo país con un nuevo idioma y nuevas costumbres.

Tenía billete de cubierta, así que pasó frío y hambre y tuvo que soportar los rigores de una fuerte tormenta que mareó a casi todo el pasaje. Él, acostumbrado desde niño al mar lo aguantó bien.

Durante el viaje intentaba aprender castellano con un libro en el que se le proponía la frase: «en un país muy lejano, había una bella princesa que estaba tiernamente enamorada de un hermoso príncipe.» Un marinero le oyó leyendo semejante proposición y le preguntó qué hacía.

Procuro aprender castellano

El marinero le dijo:

Eso no te sirve para nada. Yo te voy a enseñar una frase que te será útil: «No se puede vivir sin comer.» Repite: «No se puede vivir sin comer».  Te ayudará a salir adelante.

Por fin llegaron al puerto de Barcelona cuando oscurecía. Luka tenía la esperanza de que sus cuñados Pablo y Tomislav que ya vivían en España le fueran a esperar, pero no se desplazaron desde Madrid para hacerlo. Se encontró, una vez más solo ante una situación completamente nueva.

Subió por la vía Layetana y llegó a la Plaza del Rey donde había una pensión en la que pasó la noche en un cuarto interior. Por la mañana, antes de desayunar preguntó al camarero en italiano dónde había una iglesia para ir a Misa, pero no logró entenderse con él. Así que salió a la calle y se guió, como había hecho en otros lugares en su peregrinar por el mundo, por el sonido de las campanas, hasta que dio con un templo.

Al volver a la pensión se perdió y tardó mucho en encontrarla. Ya no servían desayunos. Se sentó en un banco de piedra de la plaza del Rey a pensar en qué hacer y de pronto vinieron tres chicos jóvenes. El mayor de ellos le preguntó algo que él no entendió y le contestó con la frase aprendida en el barco: «No se puede vivir sin comer».

Al chico le hizo gracia la respuesta y el acento y se empezó a interesar por él. Al cabo de un rato entre italiano y catalán Luka le explicó de dónde era y cómo había llegado ahí y logró entender que los tres jóvenes le estaban invitando a irse con ellos a su casa en Canet de Mar. Eran los hermanos Rovira, con los que mantuvo una amistad de por vida.

Le llevaron a casa de su madre, doña Teresa Rovira, que era viuda y con ellos pasó sus primeros días en la Península. Por primera vez desde que salió de Zagreb se sintió como en casa y pudo descansar de verdad.

En la fotografía, de Milena Brajnovic, una farola de Canet de Mar al atardecer. 

Descubre más desde Luka Brajnović

Suscríbete ahora para seguir leyendo y obtener acceso al archivo completo.

Seguir leyendo