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Reproduzco aquí un texto de Luka Brajnović publicado en Nuestro Tiempo en 1977 que podría muy bien haber sido escrito hoy. Es bastante extenso y seguramente será polémico, pero creo que merece la pena recordarlo. Está escrito desde la perspectica de la ética y explica cómo los valores que podríamos considerar naturales y normales han pasado a ser tabúes en una sociedad que ha invertido las categorías morales en la consideración pública.

 

El permisivismo se identifica en algunos casos con el izquierdismo ideológico, en otros con la adulación capitalista, y siempre con la inmoralidad. Se le quiere dar el sentido de una tendencia y una praxis dirigidas a la conquista de la llamada «libertad sin barreras» (por lo menos así lo explican sus propagadores), que no reconoce ningún tipo de normas morales objetivas. Pero, en realidad, este sin barrreras se refiere únicamente a las vivencias del ser humano que parten de unas circunstancias moralmente subjetivas y egoístas para llegar a los orígenes zoológicos del hombre, orígenes que son falsificados y deformados en muchos casos por lo obsceno, lo fanático o lo turbado de unas mentes atrapadas en las redes de los instintos primarios y carentes de una salud suficiente.

El fenómeno permisivista desconoce o no quiere conocer todo lo que desde aquellas mismas circunstancias subjetivas (La conciencia personal), apunta al fin del hombre o al sentido más hondo de la vida y del respeto a la libertad y a la dignidad de los demás; por eso levanta barreras que impiden a sus víctimas ensanchar la libertad y ejercer su dignidad humana en el pensamiento, en los comportamientos y en la actuación en la sociedad pluralista a la que pertenecen.

De este modo, la imagen del permisivismo moderno es degradante y mísera: suprime barreras en todo lo que se refiere a los valores infrahumanos (sin componentes racionales) e inframorales (eudemonológicos), y levanta, en cambio, todo tipo de barreras a cualquier tipo de progreso de la moralidad o que suponga un enriquecimiento de la vida espiritual. Así, el permisivismo, considerado como una tendencia y una praxis de la llamada libertad sin barreras es una anticultura reaccionaria, una utopía y un engaño enmascarado con todo un vocabulario de términos altisonantes (autenticidad, liberación, progresismo, etc.), ya que ha convertido en tabúes todo aquello o casi todo lo que es verdaderamente propio de una persona umana en cuanto dueña de su voluntad, memoria e intelecto y en cuanto que está dotada de las vivencias y realidades sobrenaturales. Ha creado unos tabúes por el procedimiento del desprecio, la ignorancia  y la burla de las virtudes humanas y morales, que son condenadas (lo cual es semejante a una prohibición) sin ninguna motivación razonable y justificada.

Y para ello se sirve de los medios de comunicación social, de las obras literarias tendenciosas, de la propaganda y de la agresividad de un primitivismo propio de los que se -incapaces de reaccionar como hombres completos- arrastran a los demás para ahogarse colectivamente en los pantanos contaminados de su propia impotencia espiritual.

La negación de las normas morales objetivas -inscritas en la naturaleza humana- no sólo impide el reconocimiento razonado del bien, del mal y de la indiferencia ética, sino que se contradice al otorgar valor norma suprema, de dogma a algo que según su propia postura no existe (la diferencia entre el bien y el mal, la vivencia espiritual profunda) o no debe existir. Pero, ¿de qué forma lo que no existe puede servir de medida para valorar la propia existencia humana y sus manifestaciones?

Una burguesía materialista

Los nuevos tabúes son muchos, muchos más que los indonesios que A.R. Radcliffe-Brown comparó con las costumbres de las sociedades culturalmente avanzadas. Invirtiendo o simplemente negando los valores del hombre  como persona completa y no parcial, estos nuevos tabúes se refieren a los atributos de la dignidad humana como a un residuo burgués envenjecido y, por tanto, no vigente en la sociedad y en el tiempo en que vivimos.

Pero en realidad, se trata de una situación exactamente contraria. Con los nuevos tabúes se ha perfilado una nueva burguesía de múltiples tentáculos, como un pulpo; una burguesía totalmente materialista y naturalista y, por tanto, reaccionaria (ya que estas «filosofías» fueron superadas real y científicamente hace casi un siglo) cuyo credo y «conciencia» clasista radican al pansexualismo, la violencia, la mentira, los beneficios económicos a base de la explotación del vicio o de la ignorancia y de un pseudoarte que de creatividad tiene sólo -cuando la tiene- la forma exterior o el nombre que le han dado sus autores y los reclamos editoriales que guardan la misma relación con el arte  y la creación artística que cualquier show business o «diversión industrializada», cuyos orígenes se encuentran en las sociedades capitalistas.

Esa nueva burguesía, con un supuesto progresismo avanzado agrupa a gentes diversas: a los magnates y realizadores de determinados espectáculos -degradantes en todos los sentidos- , a los «tontos útiles», de todos los colores y procedencias socio-económicas; a los capitalistas que profesan un izquierdismo extremista y a los explotadores del sudor ajeno y, por fin, a los humilladores de la cultura y de las ciencias, que han hecho de las cátedras tribunas de una demagogia anémica, pero perniciosa. Provienen de estratos sociales distintos, pero tienen un denominador común: la amoralidad materialsta: su estilo – que más que un estilo es una moda- es el de un retroceso al primitivismo naturalista que extienden utilizando como simple medio los resultados del progreso, principalmente tecnológico.

 

Este denominador común de la nueva burguesía intenta «comprender» al hombre como materia consciente, por lo que acepta el marxismo aún sin conocerlo. Su concepto de la persona humana como categoría naturalista y económica sólo es una variante , una figura específica de un suceso material que se produce según las leyes determinantes y cambiantes de la naturaleza. Los grandes descubrimientos cientídficos, el enorme progreso tecnológico, la complejidad de la distribución justa de los bienes económicos y culturales -que amenazan todas las formas de la vida humana pública y privada- han favorecido la expansión de estas ideas -las más simples y de mayor palidez intelectual- , para las que la persona humana es sólamente una partícula de un único todo material.

Según esta postura (que ni sus propios adictos saben explicar cohernetemente) existe sólo un único -homogéneo- ser, en el que subyacen diferencias graduales, pero no esenciales, y todo aquello que justifica la dignidad del hombre, sus deberes y sus derechos es pura y simplemente una cadena de tabúes.

Según esta postura (que ni sus propios adictos saben explicar cohernetemente) existe sólo un único -homogéneo- ser, en el que subyacen diferencias graduales, pero no esenciales, y todo aquello que justifica la dignidad del hombre, sus deberes y sus derechos es pura y simplemente una cadena de tabúes.

Dentro de esta ficción utópica, el hombre es tan sólo una minúscula parte de la masa; todas sus manifestaciones (todas las formas de vida y cultura) son resultado de fuerzas primordialmente instintivas; todos sus actos brotan de los instintos que -aunque a veces son encubiertos o camuflados por otros deseos y explicaciones- quedan al fin como únicos reguladores de la vida humana. De acuerdo con esto, el hombre es inevitablemente esclavo de sus instintos y, a la vez, parte de la materia que, como tal materia, desconoce el espíritu. Aquí se unen el naturalismo y el materialismo -por otro lado muy superados científicamente- no ya en una postura filosófica ante la vida, sino en una práctica clasista de esa nueva burguesía.

Una ficción de suposiciones

 

Todos los esfuerzos  o luchas por la libertad, la justicia y la verdad, de las que esta nueva burguesía hace una dialéctica demagógica, son puras ficciones a las que faltan argumentos reales. A veces el único «argumento» es la violencia, que no conoce adversarios sino tan sólo adictos -ciegamente obedientes- y enemigos. Pero se emplean aquellos términos como un cebo sin contenido alguno de vitalidad. Parece como si sus acciones no fueran simple producto de los instintos infrahumanos, sino que -superando los impulsos instintivos- liberasen al hombre de la necesidad causal de un vegetar biológico y de un funcionamiento económico y se introdujeran aparentemente en las esferas de la cultura.  Pero todo ello es una ficción de suposiciones.

Para el hombre de esta nueva burguesía la cultura no es más que una vegetación de sus instintos y de su masificación; la forma que frecuentemente -cuando no es una propaganda descarada- enmascara la verdadera fuente y las verdaderas leyes que rigen su dinamismo público.

No obstante, también en estos casos queda intacta la doctrina práctica de que todas las formas de la vida no son otra cosa que una superestructura de la materia y de la biología.

Esta praxis de la nueva burguesía, que presume de avanzada y renovadora, tiene dos enfoques según los que valora la vida: uno falsamente optimista y otro evidentemente pesimista. El primero parte de la suposición de que la masa, los instintos y los impulsos espontáneos (en su mayoría agresivos) son la garantía de la felicidad, que, a su vez, sólo puede ser hedonista. En el vocabulario de esa nueva burguesía, este retorno al primitivismo se denomina sin embargo «progreso» y «liberación».

Todas las formas de vida humana -desde el destino social hasta los éxitos más ruidosos (y breves) en el campo artístico- tienen su base segura en las leyes primarias de la materia y de la naturaleza física del hombre, que reconocen la existencia de las facultades vegetativas, afectivas y sensitivo-cognoscitivas pero dudan de la de las facultades volitivas e intelectivas. Precisamente por ello, la cultura y su progreso espiritual es una superestructura secundaria que -si no está alservicio de la colectividad, de la dinámica y de la autosuficiencia de esta nueva clase- es considerada como una pieza de museo.

El lado pesimista es mucho más evidente. Todo el pasado tiene importancia, únicamente, en cuanto demuestra las etapas del materialismo histórico. En su mayor parte es condenable (por eso la tradición es uno de los tabúes), si bien se admite que aunque distintas épocas no representaron las formas óptimas de la vida, sí fueron necesarias para llegar a la situación actual, que es punto de partida. Pero no tiene por qué durar más de lo que dura una vida, ya que con la muerte termina todo. El hombre entra en este mundo mutilado, desfigurado y sin rostro.

Esta concepción no tiene en cuenta los valores espirituales como motivos, reguladores y contenidos creativos de la vida, porque para la nueva burguesía no existen los valores permanentes: todos son puramente subjetivos o -cuando se cae en otro extremo- están inmersos en la colectividad masiva y masificante.

En el mejor de los casos, los valores, en sí mismos, son ficciones en las que el ser humano envuelve sus impulsos naturales o esconde -más o menos- sus instintos y su fanatismo.

En pocas palabras: para esa nueva burguesía -que se autodenomina revolucionaria pero que de lo recolucionario sólo tiene la intolerancia y la agresividad- no existe o no puede existir la vida espiritual, el sentido lógico y el valor moral como algo independiente de la naturaleza física, capaz de crear el cerdadero progreso y la verdadera cultura.

Esta postura, entonces, se convierte inevitablemente en un sistema práctico de suposiciones valorativas o en un claro nihilismo. Todos los esfuerzos, sacrificios y cumplimientos honrados serían ilusorios o estarían totalmente sometidos a unos riesgos inútiles, a una disciplina partidista o a un simple autocontrol de la higiene moral. No habría ya valores objetivos. En estas perspectivas, el destino del hombre no puede ser más trágico, mísero y deshumanizado.

Los conceptos invertidos

No es de extrañarse que al ignorar la dimensión espiritual de la naturaleza humana, su esencia y su ser, todos los valores que no se quieren reconocer se consideren como falseados y artificiales. Lo que no existe no puede tener contenido alguno. si sólo creen en lo material, aún cuando la materia sea consciente de sí misma, ¿cómo aceptar y respetar lo que la supera? La impotencia -voluntaria o no- de entender lo espiritual lleva a reducir y juzgar todo según las categorías reconocidas, no espirituales. De esta manera la religión es calificada como fanatismo, el pudor como hipocresía, el erotismo y pornografía como sinceridad, la verdad naufraga en un relativismo subjetivista, la honradez es una esclavitud, la ética algo rotundamente confesional, la fidelidad matrimonial un impedimento para la autenticidad, etc. 

Aunque es lógico que los que no saben o no quieren saber nada de la fe, de las virtudes humanas y del amor (en cuanto supera la simple atracción sexual) piensen en estos términos. Donde no alcanzan con su entendimiento y con su dinamismo levantan barricadas para rechazar todo lo que apunte a la práctica de los deberes morales que hacen que el hombre sea capaz de algo más -de mucho más- que de un puro vegetar en el tiempo

Así se forman los tabúes que, paradójicamente, pretenden «liberar al ser humano» a base de prohibirle su realización como persona. De este modo se humilla la vida, la cultura y la propia naturaleza humana , en cuyo nombre se invierten los valores y los conceptos. Y esta humillación se identifica sin ton ni son con la libertad. No se trata simplemente de un error, sino de un pecado. Porque no todo error es un pecado, aunque todo pecado es un grave error.

La proyección de la vida humana hacia la eternidad llega a ser denominada como «moral convencional» sin comprender que lo convencional es la actual amoralidad, con sus tabúes, que impone nuevas costumbres para justificar su praxis.

Estos tabúes son sencillamente instrumentos para subyugar al hombre permitiéndole la libertad únicamente en lo que le priva de su verdadera imagen. con la excusa de la revisión o modernización moral, los propagadores de nuevos tabúes introducen en la sociedad una nueva opresión, una opresión del espíritu, cuyos resultados se manifiestan en el desorden caótico de valores que amenaza el futuro de generaciones. Este es el destino del conformismo, la inercia y de la indiferencia moral.

Pero inmediatamente hay que añadir que existe una esperanza. Cuando este futuro sea presente, es posible que las actuales víctimas reconozcan que su pasado fue una equivocación insensata y que reaccionen.

El mundo de las paradojas

En tal situación es lógico que se produzcan paradojas de todo tipo: ideológicas y fácticas. Y no me refiero tan sólo al hecho de que los «artistas» de los brindis políticos y de los sucedáneos literarios definan la filosofía de la vida. Me refiero más bien a las paradojas que se producen cuando se destaca de manera imprecisa que la cultura es una constante subjetiva  y autónoma separada de la historia, o cuando se habla de la humanización de la sexualidad mediante la sexualización de la humanidad; que se produce mediante la reiteración machacona de que la subjetividad o la masificación (según los vientos que soplen) representan un nuevo humanismo y que toda la ruptura con la tradición -por el mero hecho de serlo- es una sublimación profética para la que todo compromiso sociomoral o religioso es simplemente una carga sin sentido. Estas paradojas se producen también cuando se afirma que el acto creativo del arte es fruto de un extrañamiento del hombre o que es producto del ambiente social y de las necesidades de la colectividad.

Por esta vía se llega al maridaje entre el marxismo y el existencialismo (de tipo sartriano), individualismo y colectivismo, entre la nueva busguesía y los grupos iracundos de todas edades. Se unen ideas contradictorias, comportamientos excluyentes y actos que en teoría se rechazan mutuamente y que deberían seguir caminos distintos. Pero cuando no hay verdadero camino -y para estas coaliciones disparatadas es imposible un camino- cualquier atajo parece útil.

Así se llega a la conclusión de que lo que se quiere conseguir con los nuevos tabúes es hundir la sociedad, humillar a la persona humana en nombre de un humanismo inexplicable y contradictorio, que se vocea como única salvación. Así, esa nueva burguesía -con sus tabúes y su embriaguez naturalista- despreció su propia existencia para poder dominar toda la sociedad. Pero la victoria -en este caso- no es de la libertad, sino de la esclavitud.Se quiso zafar de las normas de la naturaleza y del verdadero destino humano y se encontró con unos dogmas, con unos tabúes que esclavizan y degradan. La moral natural garantizaba al hombre la libertad y el respeto de los demás, una vida honesta y una convivencia digna; los nuevos dogmas, en cambio le castigan ahora con las punzadas de escorpión de una amoralidad caótica y enfermiza. Estos son los frutos de los nuevos tabúes.

Garantía de la esperanza

Pero la sociedad no es una manada ni la persona humana un robot. En el alma del hombre permanece con más o menos intensidad la esperanza. No se puede permanecer largo tiempo bajo la losa de una crisis que intenta esconder o aplastar los valores. La esperanza recibe su impulso y su creciente resistencia de la presión del exterior

Por más que se siente presa de la confusión y del desorden -en los que todos exigen la justicia y muchos la humillan y desprecian- el hombre moderno piensa y razona según sus condiciones y circunstancias. Siente, y los sentimientos cambian y se renuevan; decide según piensa y siente. Muchos de sus pensamientos y sentimientos podrán ser absorbidos por las demagogias y fanatismos, pero indudablemente dispone de momentos en los que se sabe libre. En tales momentos, su propia vivenvia interior le sirve para reaccionar, para renacer, para buscar el camino perdido, para resistir a la cobardía de autocondenarse a la masificación. El hombre comete errores, pero también tiene la posibilidad de reconocer el mal y de repararlo.

No obstante, el postulado de la esperanza no admite perder el tiempo en análisis de causas pasadas. Es inútil lamentarse ante el sepulcro de intentos baldíos y sobre las ruinas de una dinámica que se mostró estéril. A los hechos hay que reconocerles su carácter fáctico, por muy amargo que sea. Y a la vez, hay que librarse de los hechos pasajeros con valentía y vigor. No es posible adivinar lo que aguarda el futuro, pero eso no significa que en él no vaya a cumplirse la esperanza. El acontecer humano rueda constantemente y el futuro llega todos los días; el tiempo irá enterrando -poco a poco o de pronto- los errores que padecemos, como hizo ya en otras latitudes que vivieron hace años lo que nuestra sociedad experimenta hoy en el plano moral.

En este prisma de lo transitorio se encuentra la luz y la fuerza. Muchos acontecimientos que hoy parecen sin importancia, tendrán mañana un valor decisivo. Los nuevos tabúes son insostenibles y la nueva burguesía no tiene sentido; y las barreras que impiden la realización de la verdadera plenitud humana caerán, antes o después, como torre de naipes.

Luka Brajnović

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