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En un remoto lugar de la montaña de la imagen estaba situado el campo de Kamensko, donde enviaron a Luka Brajnović, después de que éste se negara por cuestión de conciencia a unirse como voluntario a la agitación propagandística comunista. En ese lugar había un caserón en el que estaba situado lo que llamaban el Tribunal Supremo de la guerrilla en Croacia y una serie de barracas en las que vivían los guerrilleros. Separada unos 200 metros de las demás, había una pequeña barraca de madera, cercada por una alambrada, que fue su prisión. En realidad era como un almacén de personas. El lugar era tan estrecho y había allí tantos hombres obligados a permanecer tumbados sobre unas tablas de madera, que apenas podían moverse. En un periodo determinado, llegaron a estar tantos que ni siquiera podían tumbarse de espaldas sino que tenían que hacerlo de costado. Además, no salían de allí para nada, a excepción de cuando les conducían a la casa principal para someterles a  interrogatorios, por lo que el aire dentro de la cabaña se hacía irrespirable. Comían solo una vez al día una sopa hecha de agua hervida con harina de maíz y un trozo de pan de corteza.

Los guardas les tenían prohibido hablar a excepción de una hora al día, y entonces los prisioneros lo hacían en clave, refiriéndose, por lo general, a lo que habían podido captar en el exterior los que habían salido para los interrogatorios.

Luka recuerda en su libro inédito Gloria y Tragedia del Mediterráneo la primera conversación, ininteligible para él .

– ¿Se sabe algo de lo que ha dicho Pepino el Breve?

– Nada de interés. La historia no lo anotó.

– ¿Y Bergson?

– Bergson sí que decía cosas. Como por ejemplo: en la cuesta arriba muchos se paran a descansar, pero casi todos se caen en la cuesta abajo – contestó el que salió primero con el centinela.

– A mí me parece – protestó uno que yacía inmóvil mirando al techo – que en una ocasión afirmó que la cuesta arriba, después de un descanso, suele acabar pronto.

– Quizá sea verdad que lo dijo alguna vez, pero en sus posteriores ensayos nunca mencionó tal posibilidad – replicó el primero.

– La cuestión es leer bien los libros – se oyó decir a una voz profunda. – Sería absurdo llorar tras un ataúd vacío.

– El moreno tiene razón – consintió otro que antes había salido con el centinela. – A los demás no se les engaña sin ninguna intención. Pero a sí mismo, uno nunca se engaña con intención.

– ¿Y sabe alguien algo de Sansón? – preguntó uno tras una corta pausa.

– ¡Vaya pregunta! -contestó un tercero – Sansón nunca decía nada. Sólo miraba, como de costumbre, a Dalila.

El prisionero que estaba al lado de Luka le iba traduciendo en voz baja lo que significaban esas frases.

Los nombres – escogidos por cierto parecido físico o de actitud – correspondían a los miembros del «Tribunal Supremo» que se encontraba en el caserío. Ataúd significaba esperanza; cuesta arriba quería decir detención; descanso, cautiverio; cuesta abajo, huida; Y así, todas las palabras claves tenían su dignificado tan especial como disparatado. Pero yo pronto llegué a emplear el mismo lenguaje.

De sus  padecimientos físicos durante los meses que pasó allí, apenas habla en su diario. Con una excepción, que será objeto de otro artículo. Lo que si refiere es su continuo recurso a la oración. En concreto, a su querido Rosario que nunca dejó de recitar aún en las más difíciles circunstancias.

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